Sigo
esperando la respuesta del email de la persona que cree conocer a
Justino, ya le he mandado un poema escaneado para que compruebe la
caligrafía, sé que solo han pasado un par de días pero se están
haciendo eternos.
Hoy
continuamos con los manuscritos de Nicolás que nos relatan las
aventuras de Gustavo y como aclare anteriormente los folios no están
en orden ni numerados por lo que es casi imposible adivinar la
secuencia .
Otra de Gustavo
Alguna
vez tendría que hacerlo - ¡ que carajo ! - pensaba en voz alta
Gustavo en la catedral de S. Patricio.
Ciertamente
Gustavo estaba enamorado de Candice, era la encarnación de toda la
dulzura y la serenidad que siempre habría necesitado.
La
madrugada del 17 de Abril, Gustavo despertó arrecido en un lugar
totalmente desconocido para él. La cabeza la tenia tan pesada como
habitualmente a esas horas, consecuencia de todo el alcohol ingerido,
por ello no le sorprendió, ni tan siquiera estar perdido en algo que
parecía un bosque. Lo que le llamó la atención fue un pañuelo de
seda verde que llevaba en su cuello.
-¿
Qué mierda es esto ?-
Siempre
había odiado los pañuelos al cuello y ahora tenía él uno, y además
de un color de lo más femenino. Su primer impulso fue quitárselo,
pero se detuvo, finalmente reaccionó, lo prendió fuego. ¡ lo que
me faltaba, que ahora me pusiera con sensiblerías!-. Después se puso
a llorar, ahora lo recordaba, aquel pañuelo era de Candice, ya no
volvería a verla más, en aquel pañuelo había escrito la noche
anterior la dirección de aquella mujer de la pierna escayolada que
se había encontrado pidiendo limosna a la puerta de su casa. Gustavo
al verla se volvió loco, aquellos ojos, aquella mirada tan serena y
tan limpia, pidiendo una limosna a treinta metros de donde le
esperaban aquella camada de estúpidos, hambrientos de placer, con su
lujuria y su lascivia mal disimulada bajo aquella capa de
intelectuales. Aquella pléyade de arrogantes imbéciles que se
pasaban el día elucubrando con teorías marxistas y existencialistas,
que adoraban a Lenin y a Sartre, ¡y aquella dulzura de mujer con
toda la paz y el amor del mundo en sus ojos, en sus sencillos ojos,
que no eran negros, ni verdes, ni azules, que eran vulgarmente
castaños !
Gustavo
la rogó que esperase, después penetró en su lujoso habitáculo, fue
discretamente a la sala de caza, cogió su escopeta, súper de
repetición, cargó los quince cartuchos, salió al salón, y la
emprendió a balazos, CERDOS, CERDOS, CERDOS, gritaba mientras
disparaba.
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